¿Qué hacemos con la Fuerzas Armadas?
Tal vez sea hora de que los militares se dediquen a asuntos militares
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la política de defensa de México ha estado dominada por una premisa básica: el país no enfrenta amenazas externas. Estados Unidos tiene intereses políticos y económicos en México, pero no ambiciones territoriales. De cualquier forma, la asimetría de poder es tan grande que cualquier tipo de respuesta armada sería inútil. Y con Guatemala y Belice, así como con los países caribeños, no hay disputas limítrofes vigentes ni amenazas que justifiquen preparación para un conflicto bélico.
Asimismo, por razones de tradición diplomática y política interna, México ha sido muy reacio a utilizar fuerzas militares fuera del territorio nacional, ya sea en operaciones multilaterales de mantenimiento de la paz o en apoyo a aliados en conflictos bélicos.
Tampoco hay en México amenazas tradicionales de seguridad interior. No tenemos provincias separatistas ni irredentismo étnico con una deriva armada. Existen movimientos insurgentes desde hace varias décadas, pero muy pequeños y muy limitados geográficamente, con poder para medio sobrevivir, no para retar al Estado o intentar un cambio de régimen por vía insurreccional.
En esas circunstancias, ha sido fácil utilizar a las Fuerzas Armadas para tareas ajenas al ámbito estrictamente militar. Para el combate al narcotráfico y labores de seguridad pública, por supuesto. Pero también para funciones que más bien competen a otras autoridades: protección civil, provisión de servicios sociales, campañas de vacunación, reforestación, etc. Y en la actual administración federal, ese proceso ha alcanzado un paroxismo: las Fuerzas Armadas se han vuelto una suerte de burocracia paralela a la que se le encomienda todo género de proyectos absolutamente ajenos a su misión esencial, desde la construcción y gestión de aeropuertos hasta la administración de aduanas.
Esa militarización de la función pública ha provocado un amplio debate por múltiples razones. Hay temores fundados de posibles violaciones a derechos humanos por la participación del Ejército y la Marina en tareas de policía. Hay preocupación por la opacidad en el ejercicio de recursos públicos en proyectos encabezados por la SEDENA y la SEMAR. Hay miedo por la erosión a normas democráticas que implica una participación cada vez más activa de personal militar en múltiples decisiones de política pública.
Todas esas (y otras similares) son preocupaciones más que validas. Pero me parece que dejan fuera una consideración esencial: tal vez las circunstancias que han permitido usar a las Fuerzas Armadas en tareas ajenas al ámbito militar estén cambiando. Tal vez empieza a ser necesario que los militares se dediquen fundamentalmente a labores militares.
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